jueves, 27 de junio de 2013

ARTÍCULO 44 / Sobre una edición del QUIJOTE, por Enrique Castaños.



Sobre una edición del Quijote

ENRIQUE  CASTAÑOS




La inmisericorde, inusualmente extensa y, en apariencia, pormenorizada crítica de Francisco Rico (Babelia, 14 de septiembre de 1996) a la edición del Quijote preparada por Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas (Madrid, Alianza, 1996), si bien presenta sólidos argumentos de carácter general que se aceptan sin dificultad   —la ambigüedad y confusión respecto al hipotético destinatario, el uso de corchetes en el texto mismo de la inmortal obra—, ofrece otros mucho más discutibles que, de ser asumidos con idéntico rigor a como los expone Rico, invalidarían no pocas prestigiosas ediciones de la novela, dejándonos prácticamente huérfanos de una edición fiable en el mercado... quizás hasta que la anunciada por la editorial Crítica, en su colección “Biblioteca Clásica”, dirigida por el brillante académico, aparezca en las librerías. Para empezar, no está tan claro que “el único criterio de Sevilla y Rey para habérselas con el Quijote ha sido una fe ciega en las ediciones príncipes de 1605 y 1615: ciega, digo, porque no han trabajado con las impresiones originales, sino con meros facsímiles”. Semejante afirmación no sólo supone poner en duda la honestidad intelectual de los autores, ya que ellos mismos, en la página LXXIV de su edición, aseguran haber manejado la príncipe, la segunda y la tercera de 1605, y la príncipe de 1615, cotejadas, entre otros, con los ejemplares facsímiles de la Real Academia Española (Madrid, 1976), sino que parece desconocer que también las impresiones originales presentan alteraciones en el texto de unos ejemplares a otros. Rico, por ejemplo, adjunta una fotocopia de un fragmento del capítulo primero de la Primera parte en la edición original, y lo coloca al lado del mismo fragmento en el facsímil de la Academia citado. Las diferencias son evidentes y no hay nada que aducir al respecto, siendo mucho más lógico y coherente el texto de la edición original [“Decíase él: ‘Si yo...”] reproducido por Rico que el del facsímil [“Decíase elaSi  yo...”] presuntamente utilizado. Sin embargo, en nota al pie de este controvertido pasaje, Vicente Gaos en su edición (Gredos, Madrid, 1987, página 65), aunque lee lo mismo que Rico, comenta: “La edición príncipe (aunque no en todos sus ejemplares) trae: ‘Deziase el a Si yo...’, que Rodolfo Schevill y Martín de Riquer enmiendan: ‘Decíase él a sí: Si yo...”. De un lado, no creo que Francisco Rico piense también que Vicente Gaos hizo uso de algún facsímil y no de uno o varios ejemplares de la príncipe, máxime cuando le hace al lector esa importante aclaración entre paréntesis que yo he puesto en cursiva (de ahí que sea arriesgado y temerario por parte de Rico afirmar que “la príncipe trae lisa y llanamente” el texto que más arriba hemos considerado, coincidiendo con él, más lógico); de otro lado, a pesar de ser tachados de incompetentes, Sevilla y Rey, que han podido manejar un ejemplar distinto de la edición príncipe que Rico y Gaos, interpretan igual que los autorizados estudiosos citados por éste último, a quienes se suman, entre otros, Luis Andrés Murillo y Juan Bautista Avalle-Arce. El que coincidamos con la fijación del texto de Gaos y con la que propone Rico no necesariamente conlleva desdeñar y tildar de falta de pericia crítica la otra.


Las dificultades de fijación del texto cervantino son innumerables y muy complejas. Sin ir más lejos, cuando en el pasaje de muestra Rico entrecomilla una frase en la que se ha deslizado un abultado error de Sevilla Arroyo y Rey Hazas que le da pie a utilizarlo irónicamente como título de su crítica, las tres palabras iniciales, que él transcribe sólo para hacer comprensible la cita, sin embargo, y no sé si ha reparado en ello, no coinciden con ninguna de las ediciones más autorizadas que conozco. Donde él lee “no se contentó”, los demás (Gaos, Riquer, etc.) leen “no sólo se había contentado”. El sentido y el número de palabras cambia.


En cuanto a un tercer ejemplo que Rico trae a colación, “el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante”, palabras pronunciadas por el gigante Caraculiambro, según lo imagina don Quijote postrado a los pies de Dulcinea y confesándose vencido por el protagonista, es verdad que el texto de la príncipe  reproducido altera el propósito irónico de Cervantes, mientras que la segunda y tercera ediciones corrigen acertadamente: “ante la vuestra merced”. En este caso la postura más correcta pienso sea la de Vicente Gaos, quien se inclina por incluir el texto de la primera edición, aunque señalando en nota las correcciones de la segunda, tercera y otras (edición citada, página 66). Tan censurable es no advertir de la corrección que introducen las ediciones posteriores a la príncipe, según es el criterio en este caso de Sevilla Arroyo y Rey Hazas y también de Martín de Riquer, como, según parece deducirse de la crítica de Francisco Rico, seguir el texto corregido sin indicar al menos en nota el de la príncipe.

Málaga, septiembre de 1996.
 
ARTÍCULO 43


La "muerte del arte" y el problema de la poética en Umberto Eco y Dino Formaggio


ENRIQUE  CASTAÑOS





Desde los inicios de las experiencias de la vanguardia histórica al despuntar el presente siglo, resulta habitual oír multitud de voces   —apocalípticas, unas; carentes de sensibilidad y conocimiento, las más—   pronosticando incansablemente la decadencia, el agotamiento y la muerte del arte, curioso juicio no sólo revelador del grado de reduccionismo y simplificación al que se ha visto sometido tan complejo concepto, sino   —lo que es más dramático—   exponente de la estrecha visión sobre lo artístico que no se comprende o que   —para ser más precisos—   conduce a nociones esquemáticas y estereotipadas sobre la creación plástica, alejadas de toda inteligencia sobre los presupuestos y el significado de lo artístico, incluyendo las producciones que aparentemente más se cree entender, por ejemplo la figuración de los períodos clásicos. Las líneas que siguen constituyen un intento por situar tan ardua cuestión en el lugar que le corresponde, a partir de una de las posibles vías de investigación del problema, iniciada hace más de cinco lustros.
Siendo todavía muy joven, en 1963, escribió Umberto Eco un pequeño pero clarividente artículo titulado «Dos hipótesis sobre la muerte del arte», complementario de otro anterior publicado ese mismo año, «El problema de la definición general del arte», en el que se planteaban ya conclusiones fundamentales después de un intenso diálogo mantenido con las tesis de Dino Formaggio contenidas en el volumen La idea de la artisticidad (1962). Umberto Eco, que, como todos los intelectuales italianos de su generación, se hallaba entonces fuertemente influenciado por la Estética de Luigi Pareyson            —quien, frente a la solución idealista del arte como «visión» y «expresión», tal y como se encuentra definida en Benedetto Croce, opone un concepto de arte como «forma», en el que el término «forma» significa «organismo», formación del carácter físico, que vive una vida autónoma, regida por leyes propias..., y como «producción», acción formante—, coincide con Formaggio en asumir el término «muerte» no en el significado común de «fin», «término último», sino en el significado dialéctico de Auflösung (disolución-resolución).
Tradicionalmente se ha querido ver en la concepción hegeliana de la «muerte del arte» un sentido de conclusión definitiva, a partir del momento en que surge la verdadera filosofía en la realidad temporal e histórica, es decir, el sistema idealista en el que se hace realidad el Espíritu Absoluto. El arte, pensaba Hegel, es la manifestación sensible de la idea absoluta a través de un medio material (piedra, pigmento). La tarea del artista es la de expresar la idea, que se identifica con la verdad. El arte   —cuyo desarrollo no sigue el modelo de la naturaleza, sino la representación de lo ideal—   recorre un camino que no es otro que el proceso de los conceptos estéticos   —el simbólico, en el que la representación se realiza mediante signos abstractos, correspondiente al lenguaje arquitectónico; el clásico, o del equilibrio entre materia e idea, al que corresponde el lenguaje escultórico; el romántico, o del predominio de la idea sobre la materia, ejemplarizado en el lenguaje de la pintura—, trayectoria que se detiene cuando la única y definitiva verdad, la filosófica, se encarna y materializa en su prístina contingencia histórica. De ahí precisamente que Hegel califique el arte como «error filosófico» o «filosofía ilusoria»: «Bajo todas sus formas el arte queda para nosotros, en cuanto a su suprema destinación, una cosa del pasado».
Dino Formaggio, por su parte, entiende   —contrariamente a la interpretación más generalizada—   el término hegeliano «muerte del arte», en su más plena acepción dialéctica; se trataría, pues, de una «muerte dialéctica de ciertas figuras de la consciencia dentro del actuar artístico y estético y por consiguiente su perenne transmutarse y regenerarse en la autoconsciencia progresiva». Más que del «fin histórico del arte» nos encontraríamos ante el fin de una determinada forma del arte, cuyo máximo ejemplo en el caso del arte moderno es el dominio del problema de la poética sobre el problema de la obra en cuanto a cosa realizada y concreta, generadora de delectación y ante su mera contemplación.
Incluso en pleno siglo XIX idealista, nos recuerda Formaggio, ya Francesco de Sanctis presiente los gérmenes de la nueva situación, no como gérmenes de muerte, sino como gérmenes surgidos de una negación dialéctica, la de la muerte como «muerte de la muerte» y la de la negación como «negación de la negación», movimiento por tanto positivo y afirmativo: «La ciencia se ha infiltrado en la poesía y no podemos apartarla de ella, porque esto responde a las actuales condiciones del espíritu humano... Queremos no sólo gozar sino ser conscientes de nuestro gozo, no sólo sentir, sino entender».
No se le oculta a Umberto Eco la dimensión histórica de la propuesta de Formaggio, únicamente explicable si atendemos a la situación del arte después de 1945, cuando determinadas experiencias de las poéticas contemporáneas conducen forzosamente a una vía interpretativa que quizás no resulte válida dentro de unos cuantos decenios, ya que es cuando menos difícil saber con exactitud la idea de arte que regirá en el futuro. La historicidad de la tesis defendida por el crítico italiano es la propia de cualquier otro discurso teorético.
Hasta aquí coinciden las posiciones de uno y otro estudioso, pero llegados a este punto aparece una honda divergencia. En efecto, si bien es verdad que el término «muerte» debe ser asumido atendiendo a su dimensión dialéctica, y que en el arte contemporáneo el modelo formal, el problema de la poética se ha convertido en el problema central, debiendo ser considerada básicamente la obra artística como la explicitación de una poética, también lo es que «la obra realiza este fin sólo si el modelo de poética puede ser objeto de placer en cuanto formado». Es precisamente aquí, en esta consideración capital, donde puede observarse la íntima conexión entre la propuesta de Eco y la teoría de la formatividad de Pareyson. El carácter autónomo conferido a la «forma» como «organismo» por Pareyson, es el que le permite a Eco afirmar que «la obra vive y vale sólo como realización de su propia poética, expresión concreta de un universo de problemas culturales planteados como problemas constructivos: pero el universo de los problemas constructivos adquiere su sentido más lleno sólo en contacto directo con la forma formada, única capaz de conferir significado y valor al modelo formal propuesto y realizado».
Permítaseme terminar con las concluyentes palabras de Umberto Eco: «...incluso en el caso de que un modelo estructural surja en nuestra relación de disfrute de la obra y se presente como el valor primario realizado y comunicado por la forma, la obra realiza su pleno valor estético en la medida en que la cosa formada, disfrutada en cuanto tal, añade algo al modelo formal (y, por consiguiente, la obra se presenta como formación concreta de una poética). La obra es algo más que la propia poética, en la medida en que el contacto con la materia física, en el que la poética se concreta, añade algo a nuestra comprensión y a nuestro placer». 

Publicado en el Suplemento Cultural del diario Sur de Málaga el 10 de septiembre de 1988.

ARTÍCULO 42


Notas sobre La venganza de Crimilda de Fritz Lang

ENRIQUE  CASTAÑOS




El arte mudo del primer tercio de siglo, periodo proteico de la imagen en movimiento, logró de una manera insuperable sustituir la ausencia de la palabra hablada por una tan riquísima diversidad de expresiones, gestos y registros dramáticos y humorísticos, que no resulta difícil reconocer en muchos de sus personajes individuales y colectivos síntesis perfectas de las aspiraciones artísticas y espirituales de nuestro tiempo, sublimes encarnaciones dotadas de una fuerza y hondura de sentimientos sólo comparables a las creaciones de la tragedia y comedia clásicas. Con las excepciones de David Wark Griffith y Charles Chaplin, serían casi exclusivamente realizadores alemanes, nórdicos y soviéticos quienes conquistasen las cimas de la belleza desnuda en el tratamiento de la moderna épica cinematográfica.

En esa apretada nómina, sin cuyo conocimiento se proyectaría una sombra enorme para el correcto diagnóstico de la vigésima centuria, ocupa un lugar destacado e indiscutido la producción del realizador alemán Fritz Lang (Viena, 1890 - Hollywood, 1976), atravesada por tres características primordiales: en primer término, la filmografía completa de Lang es una sólida construcción arquitectónica, vasta y completa, que desde los iniciales hasta el postrer título dibuja y cierra con extraordinaria precisión un ciclo coherente sometido a las leyes matemáticas y exactas del lenguaje cinematográfico; sus películas, sobre todo durante la etapa muda alemana hasta 1928, poseen profundas innovaciones formales y estilísticas en evidente conexión con la vanguardia expresionista del periodo de entreguerras y la tradición de las literaturas germánicas; los personajes de Lang bullen (aspecto que se acentúa en su producción estadounidense) en el territorio fronterizo y conflictivo de la dualidad moral, son seres atormentados y esquinados, héroes trágicos a los que sería inútil aplicar la tabla de valores sobre la que una moral convencional y esclerotizada sitúa los conceptos del bien y del mal. 



 Un fotograma de La venganza de Crimilda, de Fritz Lang

Como ilustración de este último aspecto, hay un personaje arquetípico de Lang, nobilísimo epítome de aquel conflicto, que se concreta en imagen visual pura, heroína altiva y desgarrada, sin sitio en el espacio y el tiempo de la historia, habitante del mito y la leyenda, también de honda interioridad moral y estética: la reina Crimilda de la segunda parte de Los Nibelungos (Die Nibelungen), monumental epopeya fílmica concluida por Lang en 1924 y dividida en dos partes: La muerte de Sigfrido (Siegfrieds Tod) y La venganza de Crimilda (Kriemhilds Rache). Las fuentes literarias en que se basa el director vienés para la realización de la película son las fases más recientes del ciclo nibelúngico (las más antiguas, los Edda, pertenecientes a la época vikinga de los siglos VIII-XI, estaban sumidas en una oscuridad que no interesó a Lang), concretamente el Fin de los nibelungos (Der Nibelungen Not), casi con toda seguridad redactado entre 1160 y 1170 por un juglar austriaco, y el Poema de los Nibelungos (Nibelungenlied), quizás compuesto entre 1200 y 1210 por un poeta caballero también austriaco. También hay que tener en cuenta la importante trilogía dramática del escritor alemán Friedrich Hebbel (1813-1863), Los Nibelungos.

El argumento de la segunda parte del film es muy sencillo. Crimilda, que había jurado venganza al final de la primera parte delante del cadáver de su esposo asesinado, consiente en casarse con Atila, rey de los hunos, para poder ejecutar sin error el plan trazado. En efecto, persuade al caudillo bárbaro a que invite a su hermano Gunther, rey de los burgundios, en la seguridad de que vendrá acompañado de Hagen Tronje, fiel vasallo y asesino de Sigfrido. Pero Atila, amparándose en el sagrado derecho a la vida de todo huésped, se niega cumplir la promesa hecha a Crimilda, por lo que ésta decide actuar por su cuenta, incitando a los hunos atacar a los burgundios. La catástrofe se desata y la película finaliza en una espeluznante orgía de destrucción y muerte.

Lang personifica en Crimilda una víctima del destino, idea central de Die Nibelungen cuyo ritmo, como bien señaló el historiador Sigfried Kracauer en De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (1947), viene marcado por la siniestra presencia de Hagen Tronje, al que sólo mueve en verdad un «nihilista apetito de poder». La idea de destino, nos recuerda Kracauer, ya había sido abordada por Lang en otra obra maestra de 1921, Der müde tod (literalmente «La muerte cansada», aunque traducida en los países de habla española con el título de Las tres luces), con la diferencia de que mientras en esta última el destino se manifiesta a través de acciones de tiranos, en Die Nibelungen es por arranque de pasiones e instintos ingobernables. El tesoro (hort) de los nibelungos, sepultado por Hagen en el fondo de las aguas, simboliza el poder y dominio que todos ansían, incluso Crimilda, pero que igualmente a todos es negado. No obstante, la reina subordina la posesión del tesoro a un incontenible sentimiento de odio y deseo de venganza hacia el homicida del esposo amado, hasta el extremo de sacrificar a su propio hijo, mero instrumento para ganarse la complicidad de Atila, y permitir el exterminio de su clan. La imagen de Crimilda, en pie sobre los últimos peldaños de la escalera que da acceso a la fortaleza de los hunos, contemplando impertérrita la matanza, causa una impresión sobrecogedora. Marmórea, fría y distante, esculpida por la cámara de Karl Hoffmann y ataviada cual emperatriz bizantina o gran dama merovingia, sólo los ojos, vivísimos y chispeantes, parecen descubrir una molécula de humanidad, ya que no desean la muerte de Gunther y Gieselher, sus hermanos de sangre. Aunque también leemos en esos ojos, bellísimos e insondables, el resto de vida que de ella exhala, fatalmente necesaria hasta ver cumplido el desquite. En estos instantes supremos el estado anímico de la nueva Némesis cinematográfica es un arcano que nadie podría descifrar   —«Has conseguido que nos una el odio», le dice Atila en el fragor de la carnicería, a lo que Crimilda responde con estas palabras: «Mi corazón nunca estuvo tan lleno de amor como ahora».

La escenografía wagneriana y operística de La muerte de Sigfrido, en la que «el hombre estuvo enteramente subordinado a la plástica de las formas» (Georges Sadoul) y sirvió de inspiración a más de una ceremonia nazi gracias al celo propagandístico del ministro Joseph Goebbels, se atenúa en la segunda parte, donde la atención se concentra en la arquitectura ecléctica de la gran sala del banquete fatídico y en el diseño del vestuario y maquillaje de los sujetos protagonistas de la acción. Los juegos geométricos del vestido de Crimilda, el peinado y los adornos, muestran meridianamente el conocimiento que tenía Thea von Harbou   —simpatizante del nacionalsocialismo, esposa de Lang y principal colaboradora de sus películas hasta que el director huye a París en 1934— de las vanguardias históricas y de las expresiones artísticas de la Antigüedad y del Medievo. El agudo contraste, asimismo, entre aquellos dibujos geométricos, que resaltan el hieratismo y monumentalidad de los personajes, y la alternancia de luces y sombras, potencia la ambigüedad moral del drama. Por estas y otras razones La venganza de Crimilda será siempre considerada una creación inmortal.

Publicado en el diario SUR de Málaga el 28 de diciembre de 1990


ARTÍCULO 41


Sobre el David de Miguel Ángel: el cuerpo humano como compendio del mundo

ENRIQUE  CASTAÑOS





Las razones que convierten el David de Miguel Ángel, realizado entre 1501 y 1504, en la figura escultórica probablemente más representativa del Renacimiento italiano y en una de las obras esenciales de la tradición clásica y de toda la historia de la escultura occidental, tienen sobre todo que ver con la técnica portentosa con la que está ejecutado, con el ideal de belleza que encarna y con los nobles sentimientos cívicos y profundo simbolismo que encierra.

Realizado a partir de un enorme bloque de mármol de unos 3,5 metros de largo usado originalmente por Agostino di Duccio y que fue abandonado durante casi cuarenta años, Miguel Ángel, nacido en 1475, aceptó el reto propuesto por las autoridades de la catedral de Florencia y resolvió de un modo deslumbrante los condicionantes de la forma de la piedra, especialmente su poca anchura, circunstancia que puede apreciarse observando la pieza de perfil y que explica en gran parte el que el movimiento de la figura no se expanda en el espacio circundante, sino que se encierre en las actitudes contrapuestas de los miembros, así como la extraordinaria tensión y energía contenida que transmite la figura. En efecto, precisamente porque el peso recae sobre la pierna derecha, describiendo desde la cabeza un poderoso eje vertical que arrastra en su caída también el brazo derecho, mientras que la pierna izquierda se dispone de manera oblicua, advertimos esas continuas sacudidas de movimiento de las que habla Argan: brusca flexión del pulso, giro súbito de la cabeza, el brazo doblado hacia el hombro.

A un cuestionario que Benedetto Varchi le envió en 1547, Miguel Ángel contestó brevemente diciendo que él entendía por escultura «aquello que se hace a fuerza de quitar [per forza di levare], pues lo que se hace a fuerza de añadir [per via di porre  —es decir, de modelar] se asemeja más bien a la pintura». A diferencia del escultor griego arcaico, que trabajaba simultáneamente las cuatro caras, Buonarroti no daba vueltas alrededor de la figura, sino que atacaba el bloque por sólo uno de sus lados, el que consideraba cara anterior del bloque, quitando a la figura, por así decirlo, su piel de piedra y liberándola de la prisión en que se hallaba. La obra acabada poseerá, pues, una sola vista principal. En el David apenas hay labor de trépano, tan sólo en el cabello y los ojos. El instrumento cardinal es el cincel dentado, que le permite, como ha dicho Rudolf Wittkower, interpretar la forma mediante un remodelado continuo a base de líneas clarificadoras, método, a pesar de su temperamento impetuoso, que apela a la lógica de la razón y que es eminentemente toscano.

El David investiga sobre un objeto privilegiado, el cuerpo humano, compendio del mundo, y, para un neoplatónico como Miguel Ángel, reflejo del orden sobrenatural, pues ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

A pesar de que durante casi toda su vida Miguel Ángel estuvo vinculado a la familia de los Médicis, el David fue hecho durante un breve periodo en que la ciudad, expulsados los tiranos, recuperó la libertad. Encarnación de la fortezza y la ira, esto es, las virtudes cívicas que dotaban de fuerza moral a los ciudadanos preocupados por el buen gobierno de la república, el David es el máximo símbolo de la noble victoria de la libertad sobre la tiranía.

Publicado en el diario SUR de Málaga el 24 de septiembre de 2004