domingo, 23 de junio de 2013

ARTÍCULO 10



Dostoyevski  y  el  nihilismo


© ENRIQUE  CASTAÑOS



«La finalidad de todo movimiento de un pueblo, en toda nación y en todo periodo de su vida, es únicamente la búsqueda de su dios, irremisiblemente suyo, y la fe en él como en el único verdadero. Dios es la personalidad sintética de todo el pueblo, tomado desde el principio hasta el fin». 

Fiodor M. Dostoyevski, Demonios, II parte, capítulo I.




En el más lacerante de los escritos de nuestra época, El hombre rebelde, de Albert Camus, se nos recuerdan las palabras de uno de los revolucionarios de 1905, Vaniarovsky: «Subiré al patíbulo sin que se estremezca un solo músculo en mi cara, sin hablar... y no será una violencia ejercida sobre mí mismo, sino el resultado natural de todo lo que he vivido».

Posiblemente nadie como Dostoyevski haya acometido con tanta pasión, fuerza y hondura psicológica la problemática que subyace y se respira en torno al movimiento nihilista ruso del decenio de 1860, lo cual es tanto como decir el nihilismo en su estado de máxima pureza y expresión teórica. Si en Crimen y castigo nos encontramos ante un análisis minucioso, tomado desde el lado estrictamente individual, del alma humana poseída en un grado extremo de la conciencia de su superioridad sobre el resto de los hombres y, por ello mismo, solitaria; si en Los hermanos Karamazov domina el hecho religioso, viéndose todo reducido a una mera cuestión de fe, la obra que el artista intercala entre ambas, Demonios (1870), aborda el problema   —Dios, la existencia, el pueblo ruso, el destino de Rusia—   desde su vertiente «colectiva y universal». Cuatro serán las respuestas que, en esta ocasión, nos proporcione el novelista, cuatro puntos de vista sobre la vida, cada uno de ellos con su carga de suprema tensión y límite. He aquí sus nombres propios: Verjovenski, Schàtov, Kirillov y Stavroguin.

Sin ser, ni mucho menos, el más profundo de aquellos cuatro personajes, Verjovenski sí es, en cambio, el eje alrededor del cual gira toda la densa construcción narrativa que es Demonios. Él es la verdadera alma del «quinquevirato» inicial, a partir del cual pretende que este tipo de organizaciones, minúsculas sociedades secretas minadoras de toda la estructura social, se extiendan por el vasto territorio de Rusia, multiplicándose sin fin como una plaga. Individuo dotado de un verbo excepcional, capaz de la máxima confusión y engaño (diabolos = engañador), Verjovenski aparece como absolutamente carente de sensibilidad y de humanidad, considerando al instante justificado cualquier medio, por brutal que sea, con tal de que el último objetivo de hacer realidad la futura sociedad sea cumplido. Esta sociedad, anunciadora de los no lejanos totalitarismos que iban a cernirse sobre el siglo XX, hállase regida por una doctrina nueva: el schigalevismo. Mediante ella nos encontraríamos ante una «división de la Humanidad en dos partes iguales». Una décima parte de la misma recibirá la libertad personal y un derecho ilimitado sobre las otras nueve partes restantes. Éstas vendrán obligadas a perder la personalidad y convertirse en algo así como un rebaño, y, mediante una obediencia sin límites, alcanzar la primitiva inocencia, por el estilo del primitivo paraíso, aunque, de otra parte, tendrán que trabajar. El mismo Schigalev, formulador teórico del nuevo ordenamiento social, no es en modo alguno ajeno a su sentido último: «Partiendo de la libertad ilimitada, he ido a parar al despotismo ilimitado». Por eso Camus, cuando lleve a cabo el análisis de este tipo de hombres, los cuales cargan deliberadamente sobre sus espaldas los sufrimientos y las ansiedades de la inmensa mayoría, a condición de que esta se mantenga alejada de un pensar radicalmente el problema de la libertad real, los conceptuará certeramente como adoptando de forma simultánea el papel de víctimas y de verdugos. La presencia de muchos de los más recientes Estados modernos, no se encuentra de hecho alejada de las estatalistas palabras de Verjovenski, saturadas del olor de la muerte: «Todos esclavos, y en la esclavitud, iguales»... «Obediencia completa, impersonalidad absoluta»... «El deseo y el dolor para nosotros, y para los esclavos, el schigalevismo».

Frente a los «quinqueviros», Schàtov aparece, a pesar de sus antiguos escarceos con aquéllos durante los tiempos en que era estudiante en San Petersburgo, a pesar de su duda angustiosa   —«Yo... creeré en Dios»—, como la víctima propiciatoria   —«Yo soy un hombre sin talento, y sólo puedo dar mi sangre, y nada más, como todos los hombres sin talento»—   necesaria a Verjovenski para sellar, con algo tan solidario como el crimen, la alianza de los demonios, de esos demonios, nos recuerda Cansinos-Assens, que pretenden apoderarse del cuerpo místico de la santa Rusia, el mismo pueblo ruso confundido ya con Dios en el corazón del novelista. Su pensamiento, sobre este punto, llega hasta el extremo de declararse «incluso, enemigo del Estado, porque sólo concibe las relaciones humanas en el sentido de una Iglesia». La representación que hace de Schàtov es la de un nuevo «Cristo ruso», henchido, en una verdadera apoteosis de delirio místico, de un amor y de una bondad que son los únicos capaces de redimir a los hombres, restaurándolos en su naturaleza perdida. En Schàtov se concentra quizás la más grande de las obsesiones dostoyevskianas: la «búsqueda de Dios», muy por encima de cuestiones secundarias como la razón y la ciencia   —«Los pueblos se desplazan y mueven por otra fuerza, imperiosa y dominadora, cuya procedencia nos es desconocida e inexplicada. Esa fuerza es la fuerza de la insaciable ansia de llegar hasta el final, y al mismo tiempo niega el final. Es la fuerza de la continua e incansable afirmación de su existir y la negación de la muerte».

Pero Dostoyevski necesitaba de la figura del nihilista que lo es inmaculadamente, sin mancha posible, y para ello da vida a una de sus invenciones más definitivas, Kirillov, puro individuo. Una sola idea le absorbía por completo todo su ser   —a él, que «siempre estaba dando paseos por la habitación (según su costumbre, toda la noche se la pasaba así, de un pico al otro)»—, la idea de vencer el miedo y el dolor a la muerte y, de este modo, poder ser Dios: «Dios es el dolor del miedo a la muerte. Quien venza el dolor y el miedo, ese será Dios. Entonces empezará una nueva vida, entonces existirá el hombre nuevo, todo será nuevo...». La única consecuencia de todo ello es el suicidio, el suicidio como lógica. Kirillov se pega un tiro «porque en eso radica la plenitud de mi libre albedrío..., en matarse uno mismo». Todos los demás hombres se matan por una causa, «pero sin causa ninguna, sino simplemente por su voluntad..., sólo yo». Desde lo más íntimo de su alma ha visto con claridad: «Hay segundos, sólo se dan cinco o seis seguidos, en que de pronto siente usted la presencia de la eterna armonía, completamente lograda. No es cosa terrenal, no quiero decir que sea celestial, sino que el hombre en su forma terrenal no puede soportarla. Necesita transformarse físicamente o morir... Si durase más de cinco segundos, el alma no lo aguantaría y tendría que desaparecer. En esos cinco segundos he vivido yo una vida, y por ellos daría mi vida toda, porque lo valen». En otro momento también dirá, rozando la plenitud: «Para mí no hay idea más elevada que la que Dios no existe. De mi parte tengo la historia humana. El hombre sólo inventó a Dios para vivir sin suicidarse: en eso consiste toda la historia universal hasta hoy. Yo solo, en toda la historia universal, no he querido por primera vez inventar a Dios». Kirillov, el hombre al que se lo tragó «su» idea, se mata para que los demás comprendan (su posición nihilista es tan radical que, incluso, no opondrá resistencia cuando la conspiración de Verjovenski vea en él una hábil coartada al crimen cometido con Schàtov, aunque, paradójicamente, se dejan traslucir de sus palabras de desaprobación ante aquella muerte, un sentimiento de repugnancia y de diluida vergüenza: matar a otro no es más que el punto más bajo del libre albedrío).

Stavroguin, por último, por muchas razones inaprensible encarnación dostoyevskiana, viene a caracterizarse por su completa incapacidad para amar. Este «nihilista de los sentidos», observa Cansinos-Assens, tiene algo de Fausto frente a ese Mefistófeles que es Verjovenski, aborrecido y huyendo siempre de quien, como ha entrevisto, quiere apoderarse de su alma. Pero para Stavroguin, que está dotado de una extraordinaria energía y que lo mismo puede inclinarse hacia el bien que hacia el mal, no hay fines sociales, la humanidad no existe, reduciéndose todo a su propio yo encerrado en sí mismo. Su falta de generosidad es tan grande que hasta la idea del suicidio le resulta extraña. Recordemos sus palabras escritas a Daría Paulovna: «Sé que debería matarme, barrerme de sobre el haz de la Tierra como a un vil gusano; pero le temo al suicidio, porque le temo a demostrar generosidad». Ahora bien, no pudiendo, a la postre, soportar el peso de la vida, «como todos los héroes románticos de su categoría, ha de terminar suicidándose, que es terminar en sí mismo». Dostoyevski apuntará más finos perfiles de la biografía moral de su héroe, en el famoso y polémico capítulo suprimido de Demonios, aquel en que Stavroguin va a confesarse al obispo Tijón de un crimen abyecto: la violación de una niña de doce años, la cual, al parecerle lo ocurrido «el colmo de la indecencia», sintiendo una angustia de muerte y creyendo que «había matado a Dios», acaba ahorcándose. Lo que le deleitaba, explica él mismo con claridad meridiana, era la conciencia de su abyección, no la abyección en sí: «No es que me haya gustado la abyección, sino que ese estado de embriaguez derivado de la penosa conciencia de mi ruindad, me gustaba». Tan sugestiva, como ejercicio de introspección psicológica, le parecía a Dostoyevski esta figura espiritual, que concibe, agigantándola, basándose en ella, la que podría haber sido su más excelsa novela, Vida de un gran pecador. Pero hablar de esta nueva creación literaria, sería ya contenido de otro artículo.

Publicado en el diario SUR de Málaga el 30 de octubre de 1984

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