domingo, 23 de junio de 2013

ARTÍCULO 11



Recordando a un gran arquitecto

  
© ENRIQUE  CASTAÑOS




El próximo día 2 de agosto se cumplirán exactamente 317 años del suicidio, después de una vida apasionada y por completo entregada al noble arte de la arquitectura, de Francesco Borromini, sin duda alguna, junto con Gian Lorenzo Bernini, el más grande creador de las formas y de los espacios arquitectónicos que han venido en denominarse, junto a las contribuciones de las otras artes, Barroco.

Borromini, cuyo verdadero apellido era Castello, había nacido en Bissone, Italia, en 1599. Siendo todavía un adolescente, trasladóse a Milán, donde tuvo oportunidad de conocer directamente la obra de autores que, como Pellegrino Pellegrini y Francesco Maria Ricchino, anunciaban ya, en cierta medida, algunas de las posteriores realizaciones barrocas. Su llegada a Roma  (donde llevó a cabo prácticamente toda su producción) en 1619, le pone en contacto con una ciudad que, aun siendo todavía la capital artística del mundo occidental, viene atravesando un largo paréntesis de relativa mediocridad creadora, situación que se pone de manifiesto desde la muerte de Miguel Ángel en 1564. Tanto Giacomo della Porta como Domenico Fontana, quizás los dos más sobresalientes arquitectos romanos a finales del siglo XVI, recibirían la poderosa influencia de Vignola, discípulo académico de Buonarroti que, con su iglesia del Gesú de 1568, proporcionaría el modelo a seguir en los edificios religiosos de la Contrarreforma.

Nunca olvidaría Borromini la relación que, durante diez años, lo mantuvo ligado a su tío, el arquitecto Carlo Maderno, continuador prudente de Miguel Ángel y por entonces director de las obras que se llevaban a cabo para terminar San Pedro. Borromini, que procedía de una familia de canteros, siendo también cantero él mismo en su mocedad, con lo que de conocimiento de las propiedades y resistencia de los materiales esto conlleva, va a encontrar en Maderno no sólo un protector, sino también un hombre dispuesto a aclararle múltiples interrogantes relacionados con el arte de construir, dándole una libertad de movimientos inusual por entonces en las relaciones de un maestro y su discípulo, hasta el punto de que, con una abierta confianza en las posibilidades del joven, permitiríale la ejecución de proyectos relativamente importantes, una vez se hubo destacado, asimismo, como un escultor notable en algunas obras menores efectuadas para embellecer San Pedro.

La muerte de Maderno, en 1629, pone a Borromini por primera vez en contacto con Bernini, quien va a hacerse ahora cargo, durante el pontificado de Urbano VIII, de la dirección de los trabajos que se vienen realizando en el más ambicioso proyecto del mundo católico. Las relaciones que ambos mantendrían durante toda su existencia, pueden ser consideradas como de las más controvertidas de la historia del arte. Una desconfianza mutua surgiría entre ellos al poco tiempo de conocerse, la cual desembocaría, con el paso de los años, en abierta enemistad y rivalidad. Borromini, dotado de una inteligencia natural y de un talento creador extraordinarios, era un ser independiente y rebelde que se asfixiaba en una atmósfera que le impedía actuar por cuenta propia, sin tener que someterse a las órdenes y caprichos de quien se había convertido en dictador artístico de Roma (tan sólo los primeros años del pontificado de Inocencio X iban a significar un momentáneo eclipse del reinado artístico de Bernini, coincidentes, por lo demás, con el encargo a Borromini del que sería su más importante proyecto oficial: la reconstrucción y decoración interior, a partir de 1646, de la basílica de San Juan de Letrán). Para comprender aquel enfrentamiento, no debemos olvidar, como ha indicado la crítica más exigente, el posible aprovechamiento en beneficio propio, por parte de Bernini, de algunas de las ideas más originales de nuestro arquitecto, constituyendo el famoso baldaquino de la basílica vaticana el caso más sobresaliente   —la sola posibilidad de que alguien llegara a plagiar sus ideas era algo que exasperaba hasta tal punto a Borromini que, poco antes de morir, llegó a quemar todos los manuscritos suyos que poseía conteniendo proyectos no realizados—. Además, frente al gusto por el aparato, no sólo en su arte (como lo indican sus efectos dramáticos y escénicos) sino también en su vida, de Bernini, individuo poseído de una gran ambición, para el que honores, suntuosidad y adulación constituían objetivos de primera importancia, Borromini, en cambio, iba a mantener una severidad, austeridad y rigorismo en sus hábitos y costumbres, que lo mantendrían alejado, por decisión propia, de todo medro social, marcando una nítida separación entre su arte, al que amaba, y la consiguiente compensación económica, cosa que, como su existencia demuestra, le tenía sin cuidado. Su honestidad le condujo a mantener una consecuencia extrema para con sus propios principios estéticos, que no abandonaría nunca. Sintetizando la contribución de ambos, el estudioso británico Anthony Blunt ha dicho en una frase penetrante que «los edificios de Bernini se ven con los ojos; los de Borromini se sienten con el cuerpo entero».

Los edificios construidos por Borromini, una vez independizado de la tutela de su rival (el mismo Bernini tuvo mucho que ver en esto, ya que deseaba desembarazarse de un discípulo que, por su genio, pudiera hacerle sombra), iban a configurar un lenguaje artístico tan revolucionario como no se tenía noticia en occidente desde los tiempos de Brunelleschi. Su primera obra como arquitecto independiente (aunque tenía que sujetarse, como es lógico, a las necesidades y posibilidades económicas de sus clientes, mayoritariamente, eso sí escogidos entre las órdenes monásticas menores, de no muy altos vuelos, para poder preservar así la mayor parcela posible de libertad) es la iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane, junto con su claustro, a partir de 1634, aunque la fachada, quizás el más fiel ejemplo de la idea de movimiento en el barroco, no fue concluida hasta después de muerto el maestro, con una parte superior en la que se adivinan añadidos que a lo mejor no le pertenecen.

Su auténtica obra maestra, junto con la anterior es la iglesia de Sant'Ivo della Sapienza, también en Roma, empezada a construir en 1643, aunque los proyectos datan de 1632. La complicada planta y estructura de esta construcción inigualable ha motivado que de ella se hagan múltiples lecturas e interpretaciones, siendo una de las más recientes la que propone el profesor Juan Antonio Ramírez, para quien Sant'Ivo debe ser entendida como un «palimpsesto semántico», en el sentido de que la historia de su edificación, durante los pontificados de tres papas sucesivos (Urbano VIII Barberini, Inocencio X Pamphili y Alejandro VII Chigi), motivaría la presencia superpuesta de una riquísima decoración simbólica, la cual, junto al complejo significado de la planta, de la cúpula y, sobre todo, de la extraña linterna que termina en un remate espiraliforme, hacen de todo el programa borrominesco para Sant'Ivo una auténtica «utopía semántica» del barroco romano.

También debemos mencionar, entre sus otras obras principales, el Oratorio de San Felipe Neri, de fachada levemente curvada, en el más exacto ajustamiento a los principios del arquitecto; el altar Filomarino, única de sus obras importantes que se halla fuera de Roma, concretamente en Nápoles; Santa Maria dei Sette Dolori; Sant'Agnese en la Piazza Navona, triste y doloroso ejemplo de la incomprensión y rechazo que sufriría Borromini por gran parte de sus contemporáneos; el Colegio de Propaganda Fide, con la singular traza de la bóveda de la capilla; Sant'Andrea delle Fratte; San Giovanni in Oleo, además de algunos proyectos, en parte realizados y en parte no, para villas y palacios.

Nadie como Borromini (si exceptuamos la efímera y frustrada aportación de Giacomo del Duca) iba a comprender tan clarividentemente las imprevisibles consecuencias que se hallaban latentes en los revolucionarios  hallazgos de Miguel Ángel, contenidos sobre todo en sus últimos trabajos: la capilla Sforza de Santa María la Mayor y la Porta Pia. Frente a quienes han querido ver en Borromini un creador desordenado, desprovisto de reglas y ajeno a las aportaciones de la antigüedad, lo cierto es que su arte se sustenta en tres pilares básicos, que funcionan como líneas directrices, debido a su alta autoridad: de una parte, la ya expresada devoción, derivada de un detallado análisis y estudio, por las creaciones de Buonarroti, adquiriendo de él sobre todo los principios fundamentales del trazado, los cuales, una vez asimilados, eran empleados con absoluta libertad a los propios fines de nuestro artista; de otra parte, su respeto y admiración por el arte de construir de los antiguos, como lo demuestra su celoso interés por aquellos elementos tradicionalmente considerados como marginales respecto a los que eran, sin sombra de duda, conceptuados como clásicos; por último, la autoridad de la Naturaleza misma, en el buen  entendimiento de que para su justa comprensión ha de ser identificada con el reino de la matemática, como indicaba Galileo y como lo manifiestan las elaboradas plantas de sus creaciones más sublimes, las cuales fueron concebidas a partir, rigurosamente, de figuras geométricas como círculos y triángulos.

Paradójicamente, su influencia fue muy escasa y, a excepción de las alucinantes estructuras de Guarino Guarini (el cual, con todo, patentiza en su arte una «potencia imaginativa controlada», al decir de Blunt), los arquitectos del último tercio del siglo XVII y durante el siglo XVIII desconfiaron de él, por heterodoxo de las formas, aun cuando muchos no tuvieron ningún reparo en plagiar algunas de sus invenciones, tanto estructurales como decorativas. En la actualidad, en cambio, se le estudia con insistencia y con pasión, recordándonos su maravillosa obra, en palabras de Anthony Blunt, «la lucha que hay entre la energía de la imaginación y el control de la razón», conscientes como somos de que de «la lucha entre estos polos contrarios habrá de lograrse una enriquecedora síntesis».



Publicado en el diario SUR de Málaga el 24 de julio de 1984

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