domingo, 23 de junio de 2013

ARTÍCULO 7


Permanencia de Marcelino Menéndez Pelayo


© ENRIQUE  CASTAÑOS



Se cumplió en mayo el centenario de la muerte de Menéndez Pelayo, y su grandiosa figura, con todas sus luces y todas sus sombras, con sus inmensos aciertos y no menos evidentes contradicciones, pero siempre con una honestidad intelectual insobornable, ha pasado durante el año de la efeméride casi de puntillas en cuanto a la celebración se refiere, tanto por los liberales, los conservadores o los inclinados a la ideología de izquierda, es decir, que ni se le ha elogiado ni se le ha vilipendiado, que es como habitualmente procedemos, incapaces de adoptar casi siempre un término medio, pues pareciera que de modo natural nos escoramos hacia las simplificaciones y los extremos. Dicho de otro modo: sencillamente, se le ha ignorado. Escasísimos han sido los artículos que se han ocupado de él durante el centenario, siendo uno de los más lúcidos el que le dedicó hace unos meses en un periódico madrileño Juan Goytisolo, que podría a algunos parecer extraño en un intelectual como él, pero que, sin embargo, no escatimaba admiraciones en aquellas cuestiones en las que, según su opinión, era sin discusión merecedor el gran polígrafo santanderino. A pesar de la idealizada visión de la España medieval, en lo que se refiere a la idílica convivencia entre las tres religiones monoteístas, de Américo Castro, aprendió mucho de él Goytisolo en los últimos años de vida del eximio cervantista e historiador de la cultura española. Además, los años atemperan las exaltaciones y vehemencias de la juventud. También le ocurrió lo mismo a D. Marcelino, que fue suavizando con los años su fogosidad juvenil, cubriendo enormes lagunas de sus conocimientos primeros, con ser ya entonces gigantescos, y viendo con unos ojos más templados y experimentados las cosas, los acontecimientos históricos, las figuras del pasado, el carácter genuino de la herencia cultural española en el conjunto de Europa, sin la que ésta difícilmente podría entenderse, como tampoco lo sería sin la italiana, inglesa, francesa o alemana.

Su intolerancia inicial hacia liberales, ilustrados, enciclopedistas y herejes, fue trocándose en un moderado liberalismo mucho más volcado al diálogo y a la comprensión. Hubo actitudes que nunca comprendió. Tampoco las comprendemos ahora muchos. Tuvo la suerte, así al menos lo reconocía él, de formarse en Barcelona, con Manuel Milá y Fontanals, y esto le dejó para siempre una impronta descentralizadora, favorable a los regionalismos, así como un recelo de Madrid y las estériles disputas de sus políticos, académicos y escuelas de pensamiento. Admiraba mucho a Cataluña, pero siempre la vio integrada en España, formando parte indisoluble de ella. Prefería hablar de «lengua castellana». Decía que tan española es la lengua catalana como la castellana o la portuguesa. Comprendía los particularismos locales, siempre que no derivasen en aldeanismo, del mismo modo que estimaba en mucho la lealtad a la unidad española. Intuyó lo que se avecinaba en Cataluña, y esto le apenaba y ensombrecía. Su correspondencia con Juan Valera, un espíritu liberal y cosmopolita, es interesantísima; ambos se profesaban admiración mutua, a pesar de sus diferencias ideológicas. También simpatizaba con otros liberales, como Clarín y Galdós. La labor que hizo en el campo entero de la cultura es tan inmenso que con razón se ha dicho, creo que por Antonio Tovar, que él solo suplió enteras escuelas históricas que se dieron en otros países, como en Francia o en Alemania. De él sí que se puede afirmar que nada de la cultura española le fue ajeno, conociéndola con inigualable profundidad y rigor crítico. Lo mismo la ciencia que el pensamiento, la teología que la economía, la literatura que la historia: en todos estos campos brilló con un esplendor que en muchos casos no ha sido superado. Por ejemplo, en su análisis del siglo XVIII en los Heterodoxos, o en su exposición de las ideas estéticas, o en sus intuiciones sobre Cervantes (que le deben mucho a Valera), o en sus estudios sobre Lope de Vega y sobre crítica literaria en general, o en sus investigaciones sobre los orígenes de la novela, por no hablar del conocimiento extraordinario que poseía de la Historia de España.

Opinaba que un pueblo que desconociese su pasado histórico y su cultura, estaba llamado a debilitarse y a perder su substancia. Creía, y esto era algo que debía a la Escuela histórica alemana y al Romanticismo germánico, en el Volksgeist, pero más que de un «espíritu del pueblo» creía firmemente que se había ido moldeando un «alma» española, como también se ha moldeado un «alma» rusa desde finales del siglo IX. En el caso español, desde la conversión de los visigodos al catolicismo. Coincidía con Joaquim Pedro Oliveira Martins en que hay una similitud profunda en la «civilización ibérica», puesto que España y Portugal están hechas de la misma argamasa espiritual. No entendía la importancia que se le dio a Karl Christian Friedrich Krause en España, cuando había pensadores de muchísima mayor hondura en Europa. El pecado de los liberales era para él sobre todo el desconocimiento de nuestro pasado, el interés sólo en lo «contemporáneo». Este mismo drama lo vemos hoy en nuestro centros de enseñanza media y universitaria. Sentía aversión por los manuales y los libros de texto. Había que sumergirse de lleno en el estudio y en el conocimiento. Creía en la independencia y originalidad del espíritu español. Fue crítico con los neoescolásticos de su tiempo y recelaba del Idealismo hegeliano, aunque terminó sus días poseyendo un conocimiento muy profundo de la cultura alemana desde Lessing hasta Goethe. La profundidad de sus juicios sobre Cervantes, Lope, Camoens, Tirso o La Celestina es inmarcesible. Si prefería a Lope frente a Calderón o a Quevedo, era porque veía cómo Lope había sabido expresar como nadie el «alma» popular, las tradiciones y costumbres, los sentimientos y opiniones del pueblo. Sus verdaderos intereses nunca fueron políticos, sino culturales. Dejó discípulos memorables: Ramón Menéndez Pidal, sobre todo, pero también Francisco Rodríguez Marín y Adolfo Bonilla y San Martín. Leer a Menéndez Pelayo hoy, en estos tiempos de obscena mediocridad cultural, como leer a Ortega o a Unamuno, es una obligación intelectual e incluso moral de cualquier español que desee mejorar el presente y encarar con un sólido equipaje el futuro.

Publicado en el diario SUR de Málaga el 17 de diciembre de 2012.


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